Por Ramón Cortez Cabello.
El hombre respiraba con dificultad; un balazo había perforado su pulmón derecho.
Postrado en la camilla, miraba temeroso hacia la puerta; un hospital no es
garantía de seguridad. La estática de los radios de comunicación de los judiciales
y el ruido en la sala de espera no lo ayudaban a tranquilizarse.
Hasta el rostro apacible de la enfermera inquietó al herido, su sonrisa parecía
ajena al entorno, la superposición de una imagen pacifica en medio del caos.
―Listo doctor –dijo la mujer al terminar de
lavar el tórax lesionado.
―Gracias Dulce.
El Doctor Alfonso Rosales respondió distraído, sus manos enguantadas
alistaban los instrumentos. En la pequeña mesa al lado del herido, sobre una
tela verde, descansaban un grueso tubo transparente, el bisturí, varias pinzas
y una jeringa cargada con lidocaína.
― ¿Dónde te balacearon? Inquirió el cirujano mientras inyectaba el
anestésico en las costillas inferiores del herido.
―En el paseo colón –dijo con un gemido.
― ¿Cuántos eran?
―Cómo diez batos; iban en tres camionetas.
― ¿De cuáles camionetas?
―Suburbans...
― ¿De qué color? -Rosales interrumpió su labor.
―No se…negras, verdes a lo mejor.
― ¿Qué le hiciste a esa gente?
―Nada, yo nomás iba pasando.
Con el bisturí el médico realizó una pequeña incisión, encima de la
sexta costilla, un hilillo rojo contrastó con el amarillo que el yodo dejó en
la piel.
―..Y tú ¿qué carro traes? Interrogó mientras apuntaba una pinza en la
herida recién hecha.
―Una Cherokee roja.
El cirujano empujó la pinza hasta perforar la pared torácica; la sangre
fluyó burbujeante, el grito del herido opacó el ruido de los radios. El doctor
introdujo el tubo en el orificio recién hecho, de inmediato se tiñó de rojo. Después
de fijarlo con esparadrapo, lo conectó a una caja cuadrada de plástico, de esta
salía una manguera que ajustó a un conector saliente de la pared, bajo esa entrada podía
leerse: “vacío”.
Tiempo después, el herido diría que le dolió más este procedimiento que el
balazo.
―Ya pueden llevarlo a piso, mucho
cuidado con el sello de agua -indicó el médico.
Aún no se descalzaba los guantes, cuando Dulce le avisó del ingreso de
otro herido de bala.
El hombre de la camilla veía incrédulo la actividad en torno suyo. Una
enfermera tomaba su presión, mientras otra le extraía sangre y una más
tijereteaba con habilidad la ropa dejándolo desnudo. Lo colocaron un momento sobre
el lado derecho y examinaron su espalda: “Tiene dos balazos en abdomen y está
hipotenso, ya va para quirófano.” –Informó el Doctor Reyes que dirigía las
maniobras.
― ¿En qué carro venías? –preguntó Rosales.
―Una Navigator…-contestó el hombre; sus ojos perdían brillo.
― ¿De qué color?
―Blanca…
Fue lo último que dijo antes de quedar inconsciente. Murió en quirófano,
un agujero en la vena cava dejó escapar
su vida.
Al Doctor Heriberto Reyes le extrañó la primera ocasión, pero al
escuchar a su colega preguntar otra vez: “¿Qué carro traías?” Comprendió que algo raro pasaba; sabía que
conocer el auto en que viajaban los balaceados no mejora su pronóstico.
Al terminar el turno, mientras se dirigían al estacionamiento, Reyes preguntó
cómo al descuido: “¿Andas comprando carro?”
―No… ¿por qué? –se extrañó Rosales.
―Es que
traes el coche de tu esposa. Si quieres te vendo la “Seburlan” –dijo Reyes mientras señalaba su
vieja camioneta.
―Está buena la troca, pero no estoy buscando
mueble.
―Como de repente te interesaron los autos de los pacientes, creí que
buscabas uno.
Alfonso detuvo la marcha ante el carro de su mujer. El aliento febril de
la tarde endureció su rostro, luego lo resquebrajó en un gesto de sorpresa,
parecía que de su boca fluiría una confidencia, sin embargo, sólo dijo: “Luego
te explico, hasta mañana.” Después
abordó el auto y se fue.
Camino a casa se reprochaba su obviedad –“en realidad Heri me conoce muy
bien”-, matizó.
Tres días antes, en esa misma calle, tuvo que frenar rápido, la
camioneta que iba delante se detuvo con brusquedad, por el retrovisor vio una
suburban negra casi pegada a su defensa. Lo entendió de pronto, la tercera
camioneta aún no se detenía a su izquierda cuando bajó del vehiculo.
―¡No soy el que buscan! ¡Soy el Doctor Rosales! Gritó mientras esgrimía su gafete con las
manos en alto.
Lo inopinado de la maniobra y su bata blanca tuvieron la virtud de no dar
sensación de peligro. Uno de los hombres del comando se acercó metralleta en
mano, revisó la credencial, leyó el nombre y especialidad bordados en la bolsa
izquierda de la bata.
―Soy el Doctor Alfonso Rosales, no soy el que buscan –repitió, más como
buen deseo que como aclaración.
Los ojos del individuo le reclamaron no ser el que buscaban. Al darse
cuenta que su vida dependía de aquél tipo, Rosales comprendió la insignificancia
de ésta.
―No, este güey no es –dijo el sujeto mientras tiraba la credencial.
Los hombres subieron a sus vehículos y se marcharon sin aspavientos; todo
sucedió en segundos. Al llegar a casa el cirujano dio un beso helado a su mujer
y abrazó a su hija. Tres horas después, antes de ir al consultorio, dijo a su
esposa:
―Me llevo tu carro, la camioneta no
podrá moverse, el mecánico le aplicó un sellador que tarda días en fraguar.
A setenta y dos horas de aquel día, devolvió las llaves del auto a su
mujer.
―Me llevo la Navigator;
ya fraguó el sellador.