lunes, 16 de junio de 2014

El sellador




                                                                                                  Por Ramón Cortez Cabello.
    El hombre respiraba con dificultad; un balazo había perforado su pulmón derecho. Postrado en la camilla, miraba temeroso hacia la puerta; un hospital no es garantía de seguridad. La estática de los radios de comunicación de los judiciales y el ruido en la sala de espera no lo ayudaban a tranquilizarse.
   Hasta el rostro apacible de la enfermera inquietó al herido, su sonrisa parecía ajena al entorno, la superposición de una imagen pacifica en medio del caos.
 ―Listo doctor –dijo la mujer al terminar de lavar el tórax lesionado.
 ―Gracias Dulce.
   El Doctor Alfonso Rosales respondió distraído, sus manos enguantadas alistaban los instrumentos. En la pequeña mesa al lado del herido, sobre una tela verde, descansaban un grueso tubo transparente, el bisturí, varias pinzas y una jeringa cargada con lidocaína.
  ― ¿Dónde te balacearon? Inquirió el cirujano mientras inyectaba el anestésico en las costillas inferiores del herido.
 ―En el paseo colón –dijo con un gemido.
  ― ¿Cuántos eran?
  ―Cómo diez batos; iban en tres camionetas.
  ― ¿De cuáles camionetas?
  ―Suburbans...
  ― ¿De qué color? -Rosales interrumpió su labor.
 ―No se…negras, verdes a lo mejor.
  ― ¿Qué le hiciste a esa gente?
  ―Nada, yo nomás iba pasando.
   Con el bisturí el médico realizó una pequeña incisión, encima de la sexta costilla, un hilillo rojo contrastó con el amarillo que el yodo dejó en la piel.
  ―..Y tú ¿qué carro traes? Interrogó mientras apuntaba una pinza en la herida recién hecha.
  ―Una Cherokee roja.
   El cirujano empujó la pinza hasta perforar la pared torácica; la sangre fluyó burbujeante, el grito del herido opacó el ruido de los radios. El doctor introdujo el tubo en el orificio recién hecho, de inmediato se tiñó de rojo. Después de fijarlo con esparadrapo, lo conectó a una caja cuadrada de plástico, de esta salía una manguera que ajustó a un conector  saliente de la pared, bajo esa entrada podía leerse: “vacío”.
   Tiempo después, el herido diría que le dolió más este procedimiento que el balazo.
―Ya pueden llevarlo a piso, mucho cuidado con el sello de agua -indicó el médico.
   Aún no se descalzaba los guantes, cuando Dulce le avisó del ingreso de otro herido de bala.
   El hombre de la camilla veía incrédulo la actividad en torno suyo. Una enfermera tomaba su presión, mientras otra le extraía sangre y una más tijereteaba con habilidad la ropa dejándolo desnudo. Lo colocaron un momento sobre el lado derecho y examinaron su espalda: “Tiene dos balazos en abdomen y está hipotenso, ya va para quirófano.” –Informó el Doctor Reyes que dirigía las maniobras.
  ― ¿En qué carro venías? –preguntó Rosales.
  ―Una Navigator…-contestó el hombre; sus ojos perdían brillo.
  ― ¿De qué color?
  ―Blanca…
   Fue lo último que dijo antes de quedar inconsciente. Murió en quirófano, un  agujero en la vena cava dejó escapar su vida.
  Al Doctor Heriberto Reyes le extrañó la primera ocasión, pero al escuchar a su colega preguntar otra vez: “¿Qué carro traías?”  Comprendió que algo raro pasaba; sabía que conocer el auto en que viajaban los balaceados no mejora su pronóstico.
   Al terminar el turno, mientras se dirigían al estacionamiento, Reyes preguntó cómo al descuido: “¿Andas comprando carro?”
―No… ¿por qué? –se extrañó Rosales.
  ―Es que traes el coche de tu esposa. Si quieres te vendo la  “Seburlan” –dijo Reyes mientras señalaba su vieja camioneta.
 ―Está buena la troca, pero no estoy buscando mueble.
  ―Como de repente te interesaron los autos de los pacientes, creí que buscabas uno.
   Alfonso detuvo la marcha ante el carro de su mujer. El aliento febril de la tarde endureció su rostro, luego lo resquebrajó en un gesto de sorpresa, parecía que de su boca fluiría una confidencia, sin embargo, sólo dijo: “Luego te explico, hasta mañana.”  Después abordó el auto y se fue. 
   Camino a casa se reprochaba su obviedad –“en realidad Heri me conoce muy bien”-, matizó.          
   Tres días antes, en esa misma calle, tuvo que frenar rápido, la camioneta que iba delante se detuvo con brusquedad, por el retrovisor vio una suburban negra casi pegada a su defensa. Lo entendió de pronto, la tercera camioneta aún no se detenía a su izquierda cuando bajó del vehiculo.
  ―¡No soy el que buscan! ¡Soy el Doctor Rosales!  Gritó mientras esgrimía su gafete con las manos en alto.
   Lo inopinado de la maniobra y su bata blanca tuvieron la virtud de no dar sensación de peligro. Uno de los hombres del comando se acercó metralleta en mano, revisó la credencial, leyó el nombre y especialidad bordados en la bolsa izquierda de la bata.
  ―Soy el Doctor Alfonso Rosales, no soy el que buscan –repitió, más como buen deseo que como aclaración.
   Los ojos del individuo le reclamaron no ser el que buscaban. Al darse cuenta que su vida dependía de aquél tipo, Rosales comprendió la insignificancia de ésta.
  ―No, este güey no es –dijo el sujeto mientras tiraba la credencial.
   Los hombres subieron a sus vehículos y se marcharon sin aspavientos; todo sucedió en segundos. Al llegar a casa el cirujano dio un beso helado a su mujer y abrazó a su hija. Tres horas después, antes de ir al consultorio, dijo a su esposa:
―Me llevo tu carro, la camioneta no podrá moverse, el mecánico le aplicó un sellador que tarda días en fraguar.
   A setenta y dos horas de aquel día, devolvió las llaves del auto a su mujer.

  ―Me llevo la Navigator; ya fraguó el sellador.

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