sábado, 21 de febrero de 2015

Mi amigo boxeador


















Mi amigo boxeador.
Por Ramón Cortez Cabello.

   Hace más de veinte años, en Nuevo Laredo, estaba viendo el box, hacía un calor que ni la cerveza alcanzaba a matizar. Me sorprendió muchísimo ver en la pantalla a mi amigo Mario Coronado Gómez; estaba dándose de golpes con un tipo al que apodaban el Baygón.
   La pelea era encarnizada, puro dame que te doy, ninguno de los boxeadores cejaba en su intento de noquear al otro.  Mientras miraba el intercambio de golpes recordé mis años en la Facultad de Medicina de la UANL, su vieja biblioteca y las noches que pasé en ella, en parte estudiando, parte viendo a las muchachas y mayormente durmiendo. Muchas de esas veladas las compartí con Mario.
   Fue durante un torneo de box organizado en la facultad (si, en la escuela de medicina), donde Coronado descubrió su talento boxístico. De carácter reservado, tranquilo y hasta tímido mi amigo se inscribió en dicho certamen más empujado por el entusiasmo de otro compañero que por las ganas de intercambiar puñetazos. Me tocó a mí, junto con otro amigo, El Chilango, oficiar como su second en ese torneo. Recuerdo que íbamos rumbo al ring, los seconds caminábamos con la tranquilidad de saber que no recibiríamos ni un rasguño, Coronado iba muy nervioso a su primera pelea. No era de pleito y básicamente  ignoraba cuándo o en qué momento tirarle golpes a un rival al que tenía más ganas de dispararle un refresco que puñetazos. El Chilango se lo aclaró rápidamente:
  ―En cuanto suene la campana tú dale de putazos.
   Mario no siguió la sabia indicación de nuestro amigo, se veía engarrotado, los brazos pegados al cuerpo, estudiaba a su rival dando vueltas sobre el ring, no se animaba a atacar primero. Fue hasta que el adversario tuvo la mala idea de tirar un golpe que algo mágico sucedió. Con un elegante movimiento de cintura Coronado esquivó el golpe y, en una acción fulgurante, con un volado de derecha a la mandíbula envió a su rival a la lona, completamente noqueado. Había nacido un boxeador. Así inició su carrera pugilística, por supuesto ganó ese torneo, después un estatal y luego se hizo profesional. La pelea que vi por televisión la perdió por decisión.
   Por mucho tiempo le perdí la huella, terminé la carrera, hice la especialidad, estuve en Nuevo Laredo, luego me vine a Saltillo, pasaron cerca de diez años luego de que lo vi en televisión. Un día un compañero del hospital me dijo:
  ― ¿Ya viste a Coronado?
  ― ¿Qué Coronado? –pregunté a mi vez.
   El nuevo urólogo…  preguntó por ti –respondió-. No sé qué me sorprendió más, si saber que había un nuevo especialista en el hospital o que éste me conocía. Traté de recordar a un urólogo de apellido Coronado y no pude. Si me hubieran dicho que éste se llamaba Mario, lo habría recordado de inmediato.

   Fue una gran sorpresa verlo después de veinticinco años. Siempre es una alegría saludar a un buen boxeador,  a un excelente urólogo, pero sobre todo un gran amigo.

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