La última ceremonia.
Por Ramón Cortez Cabello
Primero
bajaron del árbol los tres cuerpos que colgaban de los pies. Ya en el piso los
pusieron boca arriba y, como si quisieran volver a pegarlas, acomodaron sobre
el muñón del cuello la cabeza correspondiente.
Descendidos
los difuntos, todos los recién llegados, excepto dos, se adentraron en la selva
a buscar leña. Uno se quedó a cuidar los cadáveres y el otro fue a buscar agua,
iba cargado de jícaras. A éste último lo guió el sonido de la corriente de un
río. Después de llenar los recipientes se puso a escudriñar a través del agua,
anduvo un rato hurgando la arena. Luego de recoger y desechar muchas
piedrecillas, guardó tres. Cuando volvió a donde estaban los cadáveres, sus
compañeros lo esperaban. Una gran cantidad de leña estaba cerca de los cuerpos
y no lejos de ahí ardía vigorosa una hoguera.
El más viejo
ofició la ceremonia. Primero vertió un poco de agua a los muertos y dijo a cada
uno: Esta es la que disfrutaste en vida.
Después colocó cerca de cada difunto una jícara con agua: Esta es la que te servirá en el viaje que habrás de iniciar –dijo―.
Luego, a falta de papeles, colocó a los fallecidos cinco hojas de árbol, cada
una como recordatorio que ayudaría a los muertos a cruzar un punto del Inframundo.
Todos
lloraban enternecidos, amaban profundamente a los que ahí yacían. El que dirigía el ritual llamó con un gesto
al que fue al río. Ambos se colocaron junto a un cuerpo y el oficiante recibió
del otro una pequeña piedra que puso en la boca del muerto, la misma acción se
repitió en los otros dos cadáveres.
Todo quedó en
silencio, dolorosamente quieto, lucían los vivos tan inmóviles como los
muertos, la ceremonia les había encogido el ánima. Luego cubrieron de leña los
cuerpos hasta formar tres montañas de maderos que recordaban a las pirámides.
Con majestuosa parsimonia el viejo tomó un tronco ardiente de la fogata y pegó
fuego a las lomas de leña, poco después ardían en ellas los muertos. Era
impresionante ver las enormes hogueras en medio de la selva, a través de la
fronda de los árboles se filtraba la humareda.
Las piras
funerarias ardieron toda la noche, al otro día los hombres juntaron las
cenizas, los huesos y la piedra de cada difunto. Pusieron los restos en tres
grandes jarros, con ellos caminaron hasta un sitio que parecía fácil de identificar después. El lugar estaba cercano
a un río. Al pie de un enorme árbol cavaron tres hoyos, metieron un recipiente
en cada uno de ellos y luego de enterrarlos pusieron encima una piedra blanca.
La tumba de en medio tenía la piedra más grande.
Terminada la
sepultura los hombres se retiraron, iban tristes pero satisfechos: habían
brindado a aquellos muertos la última ceremonia.
***
De nada valió
decir la verdad, negar todo; su suerte y la de los otros dos señores estaban
decididas. Los españoles estaban listos para repeler cualquier revuelta. Sin
embargo, salvo exclamaciones de incredulidad y dolor, no hubo violencia de
parte de los mexicas. Después de platicar con un religioso español, fueron
decapitados los tres.
Para llevar a
cabo la ejecución se requirió una espada, tres mecates; la crueldad de unos
pocos y el pasmo de una multitud. La hoja los decapitó uno a uno. Aunque a él
le tocó al último y desde el suelo dos cabezas lo miraban incrédulas, no vaciló
y expuso su cuello al acero. Miró hacia lo alto buscando el lugar por dónde su
ánima se elevaría a la Casa del Sol,
no halló en el techo selvático un sitio por donde ver lo azul del cielo. En sus
ojos quedó la imagen verde del follaje mientras, del cuello cercenado, brotaba
el rojo furioso de su sangre.
Las sogas
sirvieron para colgarlos de los pies. Desde abajo cada cabeza miraba con
melancolía el cuerpo que había sido suyo.
Cuando el
ejército empezó a retirarse el sacerdote dibujó una cruz en el aire. Los
españoles iban alertas, nerviosos; el gesto de Cortés era duro. Envueltos en
hosco silencio los mexicas tenían triste el rostro, muchos lloraban la muerte
de Cuauhtémoc, su último tlatoani.