Ritual
Por
Ramón Cortez Cabello
No hay nada por muy inocente que sea en lo que no
puedan introducir los hombres el crimen; ni arte por muy sano que sea cuyas
intenciones no sean capaces de trastocar; ni nada tan bueno en sí que no puedan
orientar hacia fines perversos.
Moliére.
Se siente cautivo dentro de su cuerpo, sus ojos obedecen pero no ve gran
cosa, está deslumbrado. No oye, no puede hablar. Boca arriba, colocados los
brazos sobre unos soportes laterales está crucificado. Alcanza a verse el
ombligo, parte del costado y muslo izquierdo.
Cuando trata de cubrir su desnudez comprueba que está inmóvil. Poco a poco se acostumbra a la luminosidad
que viene de lo alto; no recuerda nada, ni su nombre ni el de las cosas que
mira. Es su campo visual reducido proscenio en el que actúan varios personajes.
Sus parpados, cual pesados telones, caen haciéndole perder la secuencia.
Los sujetos visten trajes oscuros que dejan ver antebrazos, cuello y
parte del tórax. Se cubren el rostro con una máscara que sólo deja ver sus
ojos. Una mujer delgada es la que más veces pasa ante él, tiene ojos oblicuos
rodeados de arrugas. Siempre trae en las manos algún objeto.
Siente que su conciencia se oscurece de nuevo, teme no despertar.
Cuando vuelve en sí observa siempre lo mismo: una ventana que interrumpe
la fría pared blanca y, cerca de ella, una puerta que no promete libertad, una
salida que conduce a la oscuridad. Esta vez advierte la presencia de una mujer
que, de espaldas a él, en una mesa cubierta por un lienzo verde, alista diversos
artefactos. “Van a torturarme”, piensa, infiriendo el uso de aquellos objetos.
Hay clavos de diferente tamaño y grosor, un pequeño mazo que ni pintado para
aplastar testículos. Se estremece, ¿para qué son esos cuchillos? rebanarían
cual zanahoria sus dedos o pene. Al ver un taladro de gran broca renuncia a
buscar una aplicación posible. No puede ver los ojos de la mujer pero los
imagina crueles, despiadados. La odia. Se siente flotar en un aire gélido. Sabe
que no está soñando.
Cuando aparecen dos tipos su inquietud aumenta. Uno de ellos, el de baja
estatura, mueve los brazos, iracundo. El otro, joven y corpulento, tiene gacha la
cabeza. Por un momento compadece al gordo, luego comprende que es absurdo
sentir lástima por uno de sus verdugos. Cuando el hombre pequeño lo mira y señala
con el dedo siente un brinco en el corazón. El joven, antes humillado y servil,
se dirige hacia él lleva un cuchillo en la mano, se le acerca con resolución.
Quiere gritar pero no puede. Piensa, por los movimientos bruscos del joven, que
va a abrirlo en canal, sin embargo, en su abdomen sólo queda el trazo de una
raya vertical cruzada por otras más pequeñas. Una fina línea roja indica que su
piel apenas fue tocada, que un rasguño era más profundo. No hubo dolor.
Desaparece el sopor, su respiración se agita. La mujer delgada de ojos
arrugados le unge el vientre con una pócima negra y viscosa.
Trata de recordar quién es, qué fue lo que precedió a este momento: no
lo consigue. Observa que la espalda de la mujer de los cuchillos se tensa, está
en trance. A través de la ventana observa a los dos hombres hacerse abluciones
en manos y brazos. El corazón quiere salírsele del pecho.
Una mujer de bellos ojos completa el grupo. Está atrás de él, en la
cabecera. Su gesto, de secarle el sudor de la frente, indica que no es como los
otros. No temas, será rápido y sin dolor
―dice―. Aquella voz congela sus oídos. Volver a escuchar no lo hace feliz.
Los hombres, enfundados en una túnica ritual, lo cubren con lienzos
oscuros; sólo el signo trazado en el vientre queda expuesto. Por fin observa de
frente a la mujer de los cuchillos. No se equivocó: tiene mirada perversa y brilla
en sus manos la hoja de un puñal.
Un pedazo de tela cae en su rostro, la negrura insondable sustituye al
resplandor cenital. Los latidos de su corazón apenas lo dejan oír. Escucha frases
antiguas que parecen nuevas, como si se pronunciaran por vez primera.
― ¿Puedo iniciar? ―pregunta una voz grave en la que tiembla el enfado.
―Adelante, ya puede empezar ―responde la mujer de voz glacial.
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