Mi maestro Eleazar.
Por Ramón Cortez Cabello.
Rodeado de
una mezcla de vitalidad y desenfado llegaba a todo lugar con igual puntualidad:
retardado pero oportuno. Me explico. A nadie importaba llegara tarde con tal de
oír el comentario acertado y divertido que siempre llevaba a flor de labio. De
estatura regular y cuerpo musculoso, su forma de vestir era más adecuada para
el joven impetuoso e irreverente que anidaba dentro de él, que para el urólogo
de renombre nacional. Sus ojos pequeños brillaban con ironía unas veces e
indulgencia otras. Su sonrisa, en contraparte, era grande y contagiosa. Siempre
me asombró su facilidad para decir la frase adecuada en el momento correcto,
fuera un diagnóstico difícil, una descripción lapidaria, un chiste cruel o la palabra
que daba consuelo. Si, cuando yo era
residente, también era muy pendejo, le dijo a un compañero para consolarlo por
alguna sonsera que hizo este. Debo decir que la afirmación, una mentira
piadosa, confortó a mi amigo. Su forma afable de decir las cosas, lo hacía
entrañable. ¿Y por qué te corrieron?
Le preguntó a un compañero que llegó de otra sede a mitad del curso. Con esa
pregunta, de inmediato, el temor que tenía aquel médico de sufrir lo indecible
en su nuevo hospital, desapareció y dijo con franqueza por qué lo expulsaron
del otro hospital. Sí, allá son muy
cabrones, aquí es diferente, le dijo El Zar al residente al tiempo que
palmeaba su hombro.
Podría llenar
cuartillas y cuartillas con anécdotas del maestro Eleazar, pero prefiero
terminar con una que no es ni la mejor ni la más divertida, pero que lo pinta
de cuerpo entero. Un día fue citado a la Comisión Mixta Disciplinaria de la
institución. ¿Motivo? Un conato de pelea, es decir, estuvo a punto de madrear a
un colega. Los únicos testigos del incidente fuimos otro compañero y yo, a
ambos nos citaron para declarar en tal comisión. De más está decir que era la
primera vez que compareceríamos en dicha instancia. Aunque no sabíamos en qué
consistía la diligencia, si sabíamos que nuestra declaración podría, en un
momento dado, afectar al maestro. El día previo a la comparecencia le
preguntamos sobre qué tendríamos que decir en la misma, para que él no saliera
perjudicado. Palabras más, palabras menos, dijo: “La verdad. Es todo lo que
tienen que decir, muchachos. Nunca les pediría dijeran mentiras.” Mi admiración
creció y se mantiene intacta.
Puedo decir,
sin desdeñar sus enseñanzas urológicas, que su mayor aporte para mi formación como médico y ser
humano, fue mostrarme su integridad y congruencia.
Hace años que
no lo veo, pero donde quiera que esté le envío un abrazo lleno de afecto y
reconocimiento.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario