martes, 20 de octubre de 2015

Un maestro.













Un maestro.
                                                                                                      Por Ramón Cortez Cabello
   Tendría poco más de cuarenta años, era muy moreno y a duras penas llegaría al uno sesenta de estatura. A finales de los setenta llevaba largo el pelo entrecano. Lo recuerdo vistiendo gastados pantalones de mezclilla azul, camisa clara a rayas y un saco deportivo oscuro que, para el calor tamaulipeco, significaba una osadía. Bajo el brazo llevaba un legajo del cual siempre amenazaban con volar las hojas desparpajadas contenidas en el fólder. También cargaba muchos libros de diverso tamaño y grosor, siempre viejos y de portadas marchitas. Parecía más alto y fornido de lo que era y sin duda se sentía satisfecho de su aspecto. Era jovial y se dirigía a los alumnos con la blandura de quien sabe que las letras con alegría entran. Más inoculaba el germen bueno de la literatura siendo cómplice entusiasta en el recorrido de libros y autores, que guiando las lecturas de sus discípulos.
   Le decíamos Quetzalcóatl porque esa palabra era lo bastante indígena como para enfatizar su origen étnico. Ignoro si quien le adjudicó el apodo conocía la historia de la deidad, pero de lo que sí estoy seguro es de que él, “nuestra” Serpiente emplumada, sí la sabía y habría estado orgulloso de llevar por nombre aquel mote.

   Nunca supe cómo se llamaba en realidad aquel maestro de español de la prepa uno de Nuevo Laredo, pero para mí siempre será Quetzalcóatl. 

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