Un maestro.
Por Ramón Cortez Cabello
Tendría poco más
de cuarenta años, era muy moreno y a duras penas llegaría al uno sesenta de estatura.
A finales de los setenta llevaba largo el pelo entrecano. Lo recuerdo vistiendo
gastados pantalones de mezclilla azul, camisa clara a rayas y un saco deportivo
oscuro que, para el calor tamaulipeco, significaba una osadía. Bajo el brazo
llevaba un legajo del cual siempre amenazaban con volar las hojas desparpajadas
contenidas en el fólder. También cargaba muchos libros de diverso tamaño y
grosor, siempre viejos y de portadas marchitas. Parecía más alto y fornido de
lo que era y sin duda se sentía satisfecho de su aspecto. Era jovial y se
dirigía a los alumnos con la blandura de quien sabe que las letras con alegría
entran. Más inoculaba el germen bueno de la literatura siendo cómplice entusiasta
en el recorrido de libros y autores, que guiando las lecturas de sus
discípulos.
Le decíamos Quetzalcóatl porque esa palabra era lo
bastante indígena como para enfatizar su origen étnico. Ignoro si quien le adjudicó
el apodo conocía la historia de la deidad, pero de lo que sí estoy seguro es de
que él, “nuestra” Serpiente emplumada,
sí la sabía y habría estado orgulloso de llevar por nombre aquel mote.
Nunca supe
cómo se llamaba en realidad aquel maestro de español de la prepa uno de Nuevo
Laredo, pero para mí siempre será Quetzalcóatl.