Mi amigo boxeador.
Por Ramón Cortez Cabello.
Hace más de veinte años, en Nuevo Laredo, estaba
viendo el box, hacía un calor que ni la cerveza alcanzaba a matizar. Me sorprendió
muchísimo ver en la pantalla a mi amigo Mario Coronado Gómez; estaba dándose de
golpes con un tipo al que apodaban el Baygón.
La pelea era encarnizada, puro dame que te doy,
ninguno de los boxeadores cejaba en su intento de noquear al otro. Mientras miraba el intercambio de golpes
recordé mis años en la Facultad de Medicina de la UANL, su vieja biblioteca y
las noches que pasé en ella, en parte estudiando, parte viendo a las muchachas
y mayormente durmiendo. Muchas de esas veladas las compartí con Mario.
Fue durante un torneo de box
organizado en la facultad (si, en la escuela de medicina), donde Coronado
descubrió su talento boxístico. De carácter reservado, tranquilo y hasta tímido
mi amigo se inscribió en dicho certamen más empujado por el entusiasmo de otro
compañero que por las ganas de intercambiar puñetazos. Me tocó a mí, junto con
otro amigo, El Chilango, oficiar como
su second en ese torneo. Recuerdo que
íbamos rumbo al ring, los seconds caminábamos
con la tranquilidad de saber que no recibiríamos ni un rasguño, Coronado iba muy
nervioso a su primera pelea. No era de pleito y básicamente ignoraba cuándo o en qué momento tirarle
golpes a un rival al que tenía más ganas de dispararle un refresco que
puñetazos. El Chilango se lo aclaró
rápidamente:
―En cuanto suene la campana tú
dale de putazos.
Mario no siguió la sabia indicación
de nuestro amigo, se veía engarrotado, los brazos pegados al cuerpo, estudiaba a
su rival dando vueltas sobre el ring, no se animaba a atacar primero. Fue hasta
que el adversario tuvo la mala idea de tirar un golpe que algo mágico sucedió.
Con un elegante movimiento de cintura Coronado esquivó el golpe y, en una
acción fulgurante, con un volado de derecha a la mandíbula envió a su rival a
la lona, completamente noqueado. Había nacido un boxeador. Así inició su
carrera pugilística, por supuesto ganó ese torneo, después un estatal y luego se
hizo profesional. La pelea que vi por televisión la perdió por decisión.
Por mucho tiempo le perdí la
huella, terminé la carrera, hice la especialidad, estuve en Nuevo Laredo, luego
me vine a Saltillo, pasaron cerca de diez años luego de que lo vi en televisión.
Un día un compañero del hospital me dijo:
― ¿Ya viste a Coronado?
― ¿Qué Coronado? –pregunté a mi
vez.
El nuevo urólogo… preguntó por ti –respondió-. No sé qué me
sorprendió más, si saber que había un nuevo especialista en el hospital o que
éste me conocía. Traté de recordar a un urólogo de apellido Coronado y no pude.
Si me hubieran dicho que éste se llamaba Mario, lo habría recordado de
inmediato.
Fue una gran sorpresa verlo
después de veinticinco años. Siempre es una alegría saludar a un buen boxeador,
a un excelente urólogo, pero sobre todo
un gran amigo.