El
sparring
(Fragmento de la novela, Cuando vuelvan los gorriones, de Ramón Cortez Cabello)
Desde David contra Goliat no se presentaba tanta disparidad entre dos
rivales; una diferencia de más de cuarenta kilos y treinta centímetros a favor
del pugilista más experimentado. Una lucha entre un galgo y un león sería más
pareja.
― Mmm, no se. Está muy chico –dijo el hombretón.
― ¡Bah! Ya tiene diez y ocho años –respondió su interlocutor.
― Me refiero al tamaño; de Paddy salen dos muchachos cómo éste.
― ¡Por eso!, el chico tiene más movilidad, si puedes conectarlo a él, con
mayor razón al mastodonte ese –arguyó el otro.
―Yo peso más que Paddy –aclaró el peleador.
―¡Mejor todavía!, más fuerte y más rápido…claro, esto último si entrenas
con mi peleador; vamos John, necesitamos el dinero.
“Está bien –dijo John, más resignado que convencido- cinco rounds.”
El joven se introdujo en el ring
e hizo movimientos calisténicos; al sacarse el suéter se miraba más flaco. Los
presentes miraban con sorna la escena, un auxiliar fungía como arbitro, la
campana convocó a la acción. El pelo rubio cubría la frente del muchacho, en
sus azules pupilas brillaba una confianza a la que nadie en su sano juicio
concedería algún sustento. La guardia del más corpulento estaba armada con
desgano y tenía en el rostro una sonrisa que su atildado mostacho no alcanzaba
a cubrir.
-¡Eh John! ¿No tienes miedo perder? –gritó alguien.
La sonrisa del grandote se hizo carcajada y lanzó un manotazo, más con
afán de divertirse que de lastimar; a su gracia la festejaban las risas de los
presentes.
El
joven eludió la bofetada y conectó un gancho al mentón, el ruido, semejante al
de un mazo golpeando una roca llenó el gimnasio. El enorme tipo dio con sus
robustas nalgas en el piso, el puñetazo también apagó las risas.
El hombre miraba desde el suelo al muchacho, sacudió su cabeza. Los
bigotes perdieron la goma, una guía apuntaba arriba y la otra abajo.
Se puso de pie rápido, “estaba mal parado –pensó-, el mareo debe ser por
las cervezas de anoche”. Abría y cerraba las manos, cuando las cerró bien,
crujieron los dedos. Sus músculos tensos cómo gatillo estaban listos para
disparar golpes. Fue en busca del atrevido; tenía que enseñarle a respetar.
Con sus ondulaciones de cintura y pequeños saltos, el sparring semejaba
un bañista a punto de ser aplastado por un tsunami.
El coloso se desembrazó, sus puñetazos serían capaces de cimbrar una
pared o tirar al muchacho… si lo conectaran. El chico por su parte no fallaba.
El rostro de John estaba rojo, más por la rabia que por los impactos recibidos.
Aquel joven se escurría como puerco engrasado. El round terminó sin que pudiera
dar un golpe.
Al final del cuarto round, John había lanzado ciento treinta y cinco
puñetazos: ninguno dio en el blanco. Su ánimo pasó de la ira a la frustración y
la impotencia.
El muchacho se mantenía a la distancia ideal para no ser golpeado: lejos
o muy cerca, cómo esos mellizos pegados de los circos. Cuando John buscaba
atraparlo se volvía inasible. Era la batalla del cañón de poderosa y errática
metralla contra una certera carabina con balas de algodón; la lucha del mosco
contra el león: aleteo de insecto rebotando en el duro cuero; picotazos de
pájaro en corteza de roble: exasperantes pero sin fuerza para derribarlo.
Durante el minuto de descanso, el sparring respiraba tranquilo, el sudor
que corría por su piel era la única huella de la sesión. En la otra esquina el
rival bufaba rencoroso, tampoco él estaba lastimado, pero tenía el orgullo en
carne viva.
En el quinto asalto el muchacho continuó su golpeo impune. Fue el round
en que menos golpes tiró John: dos. Para mala suerte del sparring conectó
ambos. El primero: un gancho a la quijada, lo dejó inmóvil sobre sus piernas;
al segundo, el recto que le tumbó los dientes y floreó la boca, no lo sintió:
ya estaba noqueado al recibirlo.
Al sparring nadie le creyó que había boxeado cinco rounds con el
campeón, mucho menos que lo había derribado; mostrar las despobladas encías
cómo prueba de su dicho tampoco era convincente. Se desesperaba de llevar en su
cuerpo las huellas de los golpes y que nadie le creyera. “Si hubieses peleado
con john, te habría matado” -le soltaban.
No es posible saber si aquel entrenamiento le sirvió; lo cierto es que
el siete de febrero de 1882, John L. Sullivan ganó el campeonato mundial de
peso completo al noquear a Paddy Ryan. Sullivan nunca perdió en combates a puño
desnudo. Diez años después, al aplicarse las reglas del Marqués de Queensberry,
tuvo que pelear con guantes y perdió el titulo ante Jim Corbett.