viernes, 20 de octubre de 2017

Mi maestro Eleazar.



Mi maestro Eleazar.
                                                                                        Por Ramón Cortez Cabello.
   Rodeado de una mezcla de vitalidad y desenfado llegaba a todo lugar con igual puntualidad: retardado pero oportuno. Me explico. A nadie importaba llegara tarde con tal de oír el comentario acertado y divertido que siempre llevaba a flor de labio. De estatura regular y cuerpo musculoso, su forma de vestir era más adecuada para el joven impetuoso e irreverente que anidaba dentro de él, que para el urólogo de renombre nacional. Sus ojos pequeños brillaban con ironía unas veces e indulgencia otras. Su sonrisa, en contraparte, era grande y contagiosa. Siempre me asombró su facilidad para decir la frase adecuada en el momento correcto, fuera un diagnóstico difícil, una descripción lapidaria, un chiste cruel o la palabra que daba consuelo. Si, cuando yo era residente, también era muy pendejo, le dijo a un compañero para consolarlo por alguna sonsera que hizo este. Debo decir que la afirmación, una mentira piadosa, confortó a mi amigo. Su forma afable de decir las cosas, lo hacía entrañable. ¿Y por qué te corrieron? Le preguntó a un compañero que llegó de otra sede a mitad del curso. Con esa pregunta, de inmediato, el temor que tenía aquel médico de sufrir lo indecible en su nuevo hospital, desapareció y dijo con franqueza por qué lo expulsaron del otro hospital. Sí, allá son muy cabrones, aquí es diferente, le dijo El Zar al residente al tiempo que palmeaba su hombro.
   Podría llenar cuartillas y cuartillas con anécdotas del maestro Eleazar, pero prefiero terminar con una que no es ni la mejor ni la más divertida, pero que lo pinta de cuerpo entero. Un día fue citado a la Comisión Mixta Disciplinaria de la institución. ¿Motivo? Un conato de pelea, es decir, estuvo a punto de madrear a un colega. Los únicos testigos del incidente fuimos otro compañero y yo, a ambos nos citaron para declarar en tal comisión. De más está decir que era la primera vez que compareceríamos en dicha instancia. Aunque no sabíamos en qué consistía la diligencia, si sabíamos que nuestra declaración podría, en un momento dado, afectar al maestro. El día previo a la comparecencia le preguntamos sobre qué tendríamos que decir en la misma, para que él no saliera perjudicado. Palabras más, palabras menos, dijo: “La verdad. Es todo lo que tienen que decir, muchachos. Nunca les pediría dijeran mentiras.” Mi admiración creció y se mantiene intacta.
   Puedo decir, sin desdeñar sus enseñanzas urológicas, que su mayor  aporte para mi formación como médico y ser humano, fue mostrarme su integridad y congruencia.

   Hace años que no lo veo, pero donde quiera que esté le envío un abrazo lleno de afecto y reconocimiento.