La
buena acción
Por Ramón Cortez Cabello.
Descubrió
que el calor disminuye el número de peatones pero aumenta la compasión, que hay
más limosna cuando se es el único mendigo de la calle.
La cercanía de unos pasos enérgicos aumentó el
tono dolorido de sus ruegos.
― ¡Una ayudita, socorra a este inválido!
El tintineo de una moneda lo alegró; el bote
ya no estaba solo.
― ¡Gracias,
gracias, Diosito le dé más!
Al no escuchar las botas alejándose, imaginó
al hombre viéndolo con lástima.
― ¡Ay señor! Que triste vida me tocó, no sólo
no tengo piernas, también soy ciego…
― ¡Además es ciego!
La voz áspera tenía un dejo de ternura; la
mano incrédula formó una brisa al pasar repetidamente ante su rostro.
― Si señor, de los dos ojos ―remachó.
El sonido de unas monedas al caer recompensó
la confidencia.
― ¡Uta! Se las ha visto negras, Don.
―Por culpa del azúcar, primero me mocharon
una pierna, luego otra. Creí que no podía ser peor, pero quedé ciego y me dejaron
mi esposa y mis hijos, desde entonces estoy solo, pidiendo caridad.
― ¡Que cabrones!...
Su mano fue confortada por la caricia de un
billete, lo mareó el olor a loción cara. La voz ruda se volvió susurro
indignado.
― ¡Mire!… digo, oiga, voy de prisa pero si
puedo ayudarlo en algo, nomás dígame.
― ¡Sólo Dios podría acabar con mis
sufrimientos para siempre!
―Cierto, pero ¿sabe qué?… Diosito ya lo oyó.
Lo último que escuchó después de los
disparos, fue el eco de unos pasos alejándose.
Texto aparecido en el
libro: Primeras armas (IMCS, 2007)