El nuevo arte.
Por el poeta del deporte
Es un virtuoso que hace de su
oficio filigrana y polvo de sus rivales. Un genio que, cómo escultor que moldea
la roca con su cincel, acaba golpe a golpe con la sana apariencia de sus oponentes.
Su obra final son hombres en ruina,
piltrafas. Han producido sus puños más personajes trágicos que Sófocles; estos
papeles, huelga aclararlo, son representados por sus contrincantes.
¿Quién lo diría? sus contiendas recrean el
origen de la música. Éste arte no nació con el paso del viento a través de
arbórea fronda o por estrechos canuto, no, la música se originó en las percusiones.
Los puños de éste pugilista extraen a sus adversarios, cómo las mazas a los
bombos, rotundos sonidos que, unidos al bullicio del público, amalgaman una
salvaje melodía que excita y enloquece.
Su forma de colorear el lienzo al que en
forma de púgil se enfrenta, lo iguala a un pintor que usa rojos y morados a pasto, que derrocha
tonos carmesí en la faz del rival.
Sus peleas terminan siempre con el
adversario en el piso. Aunque el final
sea reiterativo, vale la pena verlo desplegar su habilidad. Su grandeza no está
en las victorias, sino en su capacidad para crear un arte nuevo: el arte del
boxeo.
San Antonio, Texas 1855.
Fragmento de la novela Cuando vuelvan los gorriones (Ramón Cortez Cabello, UAdeC 2008).