Don Gabriel
Ramón Cortez
Cabello
Cuando
lo conocí, debido a la calvicie prematura aparentaba mayor edad, la expresión
de su rostro era seria y algunos la confundían con hosquedad. Quienes al inicio
juzgaban hostil su rostro no tardaban en reconocer su bonhomía y gran sentido
del humor. Fumador entusiasta, nunca hablaba si no era necesario hacerlo. Sí,
así era: reacio a la campechanería que abarata los gestos de aprecio y cariño a
sus allegados.
Cirujano nato, equipado con manos sensitivas
y dedos cautos; en medio de situaciones de vida o muerte su tranquilidad era
remanso donde surgía la solución a graves problemas que otros podrían juzgar
irresolubles.
Se lavaba rápido cuando alguien, envuelto
en un problema transoperatorio, pedía: Háblenle a Don Gabriel. Con calma
contagiosa, tras integrarse al equipo quirúrgico, solía decir: A ver,
retiren el taponamiento, las compresas se quitaban y un lago de sangre
cubría de inmediato el campo operatorio. Sus manos pequeñas se deslizaban entre
órganos abdominales y retroperitoneales como peces en el mar, mientras, el
nivel de la sangre seguía subiendo. Hablaba como si narrara un documental
científico y no la película de terror que vivía el cirujano que solicitó ayuda.
Mmmh, aquí tengo una arteria, la renal, páseme una pinza de ángulo, señorita.
Pinzada la estructura vascular que detectó por el pulso propio de la misma,
dijo: El problema no está resuelto, aquí tengo una vena, ángulo, por favor.
¿Cómo supo que tenía entre sus dedos una
vena que no pulsa? ¿Cómo detectó con índice y pulgar izquierdos que la Vena
Cava tenía una lesión y colocó en ella una pinza de Satinski? Nunca lo supe,
por eso no pocos pensábamos que, en alguna parte de sus manos, como en la mano
símbolo de la cirugía, mi maestro tenía un ojo. Además, resolvía ese tipo de
problemas sin mayor aparato, sin el boato y avidez de elogios a que tan afectos
son algunos cirujanos.
Era
el jefe de servicio de urología cuando recién llegué a la Clínica #25 del IMSS.
Sabiendo que algunos galenos se sienten desnudos si no les llaman, “doctor”, al
principio me extrañó que mis compañeros de grado superior lo llamaran Don
Gabriel.
La
extrañeza no duró mucho. Entendí que le decían así porque era un señor en todos
los aspectos.