viernes, 28 de febrero de 2020

La última ceremonia.




La última ceremonia.
                                                                                       Por Ramón Cortez Cabello
   Primero bajaron del árbol los tres cuerpos que colgaban de los pies. Ya en el piso los pusieron boca arriba y, como si quisieran volver a pegarlas, acomodaron sobre el muñón del cuello la cabeza correspondiente.
   Descendidos los difuntos, todos los recién llegados, excepto dos, se adentraron en la selva a buscar leña. Uno se quedó a cuidar los cadáveres y el otro fue a buscar agua, iba cargado de jícaras. A éste último lo guió el sonido de la corriente de un río. Después de llenar los recipientes se puso a escudriñar a través del agua, anduvo un rato hurgando la arena. Luego de recoger y desechar muchas piedrecillas, guardó tres. Cuando volvió a donde estaban los cadáveres, sus compañeros lo esperaban. Una gran cantidad de leña estaba cerca de los cuerpos y no lejos de ahí ardía vigorosa una hoguera.
   El más viejo ofició la ceremonia. Primero vertió un poco de agua a los muertos y dijo a cada uno: Esta es la que disfrutaste en vida. Después colocó cerca de cada difunto una jícara con agua: Esta es la que te servirá en el viaje que habrás de iniciar –dijo―. Luego, a falta de papeles, colocó a los fallecidos cinco hojas de árbol, cada una como recordatorio que ayudaría a los muertos a cruzar un punto del Inframundo.
   Todos lloraban enternecidos, amaban profundamente a los que ahí yacían.  El que dirigía el ritual llamó con un gesto al que fue al río. Ambos se colocaron junto a un cuerpo y el oficiante recibió del otro una pequeña piedra que puso en la boca del muerto, la misma acción se repitió en los otros dos cadáveres.
   Todo quedó en silencio, dolorosamente quieto, lucían los vivos tan inmóviles como los muertos, la ceremonia les había encogido el ánima. Luego cubrieron de leña los cuerpos hasta formar tres montañas de maderos que recordaban a las pirámides. Con majestuosa parsimonia el viejo tomó un tronco ardiente de la fogata y pegó fuego a las lomas de leña, poco después ardían en ellas los muertos. Era impresionante ver las enormes hogueras en medio de la selva, a través de la fronda de los árboles se filtraba la humareda.
   Las piras funerarias ardieron toda la noche, al otro día los hombres juntaron las cenizas, los huesos y la piedra de cada difunto. Pusieron los restos en tres grandes jarros, con ellos caminaron hasta un sitio que parecía fácil de  identificar después. El lugar estaba cercano a un río. Al pie de un enorme árbol cavaron tres hoyos, metieron un recipiente en cada uno de ellos y luego de enterrarlos pusieron encima una piedra blanca. La tumba de en medio tenía la piedra más grande.
   Terminada la sepultura los hombres se retiraron, iban tristes pero satisfechos: habían brindado a aquellos muertos la última ceremonia.

***
   De nada valió decir la verdad, negar todo; su suerte y la de los otros dos señores estaban decididas. Los españoles estaban listos para repeler cualquier revuelta. Sin embargo, salvo exclamaciones de incredulidad y dolor, no hubo violencia de parte de los mexicas. Después de platicar con un religioso español, fueron decapitados los tres.
   Para llevar a cabo la ejecución se requirió una espada, tres mecates; la crueldad de unos pocos y el pasmo de una multitud. La hoja los decapitó uno a uno. Aunque a él le tocó al último y desde el suelo dos cabezas lo miraban incrédulas, no vaciló y expuso su cuello al acero. Miró hacia lo alto buscando el lugar por dónde su ánima se elevaría a la Casa del Sol, no halló en el techo selvático un sitio por donde ver lo azul del cielo. En sus ojos quedó la imagen verde del follaje mientras, del cuello cercenado, brotaba el rojo furioso de su sangre.
   Las sogas sirvieron para colgarlos de los pies. Desde abajo cada cabeza miraba con melancolía el cuerpo que había sido suyo.
    Cuando el ejército empezó a retirarse el sacerdote dibujó una cruz en el aire. Los españoles iban alertas, nerviosos; el gesto de Cortés era duro. Envueltos en hosco silencio los mexicas tenían triste el rostro, muchos lloraban la muerte de Cuauhtémoc, su último tlatoani.