Mis compas, los galenos chavos.
Por Ramón Cortez Cabello.
Ellos son
alegres y juguetones. Ellas son lindas y hablan lo mismo de ropa, labiales y
maquillaje, que de recetas de cocina. A unas y otros les gusta la cerveza, la
beben con moderado deleite y discuten sobre si es mejor la stout o la porter.
Ellos gustan de los videojuegos, las motos, los mangas, el futbol y correr
maratones. Cuando ellas hablan de sus hijos la ternura invade el ambiente. Es
un divertido desmadre oírlos hablar o participar en sus charlas. Su desparpajo contrasta
con la claridad con que se expresan en el trabajo. Casi todos hablan al menos
otro idioma además del español, son cosmopolitas. La afirmación aquella de:
“conoce México estudiando medicina”, les quedó corta. Han corrido mundo y vive
en ellos esa experiencia, igual que viven en el viejo marino los mares que
surcó.
Son respuesta
segura a mis eternas dudas sobre gadgets y ciberespacio. Claro, mi ignorancia tecnológica
despierta su piedad, pero no me afecta. A cambio disfruto de su asombro cuando
les cuento cosas que he vivido. Por supuesto, nada extraordinario hay en mi
vida, solo cosas “muy antiguas” para ellos. En esos momentos, mientras me ven
cuando les platico, parece no los sorprendería más si vieran volar un
pterodáctilo sobre el hospital. Y hablando de miradas, la suya tiene el brillo
de la esperanza; eso me agrada porque sé que, precisamente por tenerla, podrían
cambiar las cosas, para bien, claro.
Cuando atienden
pacientes graves muestran el aplomo y sabiduría de un viejo lobo del quirófano.
Ahí, en la sala de operación, no son la joven bella y frágil, la madre amorosa,
el intrépido corredor de motos, el jugador de videojuegos o virtuoso del
saxofón. Son médicos de excelencia. No sé si con el tiempo logren mejorar el
mundo, lo que sí sé es que mi salud y la de todos sus pacientes no podría estar
en mejores manos. Me siento afortunado de coincidir con esta maravillosa
generación de galenos.
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