RTUP
Por: Ramón Cortez cabello
Cuando me puse
a mirar aquella puerta, ya tenía rato perdido en el hospital. Faltaba poco para
que iniciara la primera clase del curso de urología y no daba con el sitio
donde sería impartida. Sospechaba que aquel acceso era el del salón porque estaba
cerrado y no había nadie cerca, como si en su interior estuviera a punto de iniciar
una cátedra. Cuando la entrada se abrió de improviso, me di cuenta que no sería
allí la clase. A través del resquicio que quedó entre el marco de la puerta y
el hombrón vestido de cirujano que ocupaba casi todo aquel espacio, vi que se
trataba de un pequeño quirófano.
“¿Dónde está
Clarita?”, preguntó el médico sin dirigirse a nadie, luego salió al pasillo mirando
a uno y otro lado. Sobre el traje quirúrgico verde portaba un delantal amarillo
de plástico, dicha cubierta estaba jaspeada de sangre y agua. Por un instante tuve
la impresión de estar frente a un tablajero y no ante un médico. Cuando salió
por completo de la sala, tras él salió una vaharada caliente, espesa y
asfixiante. Fue entonces que pude ver el interior de la estancia. Miré a un paciente
en posición de litotomía; a sus piernas, pubis y abdomen los cubrían unos
campos azules; sólo podía ver parte de sus
muslos fofos de viejo y el oscuro escroto que resaltaba en la blancura de sus
piernas. Sin embargo, lo que más llamó mi atención fue el pene. Me impresionó
ver aquel falo basculando angustiosamente con un pesado instrumento metálico
inserto en su uretra. El cromado artefacto tenía cierta semejanza con una
pistola. No me explicaba cómo aquel grueso aparato podía caber en sitio tan estrecho.
Empecé a sentirme mal, en forma instintiva apreté las piernas y un frio vacio
anidó en mi estomago.
Como el médico
no encontró a Clarita se encogió de hombros, volvió a la sala y manipuló con destreza
el artefacto que tanto me había afectado. El vacio en mi abdomen se hizo mayor
y la presión que imprimí a mis piernas ya no me alivió. El acabose vino cuando
el urólogo sacó una parte del instrumento del pene quedando en éste un grueso
tubo por el cual brotó un caudaloso chorro de agua roja que le manchó más el delantal.
Aquella especie de eyaculación monstruosa quedó grabada por siempre en mi mente.
“Cierra la puerta”, escuché a lo lejos al cirujano; obedecí como autómata y, por
un instante, recargué mi cabeza sobre la puerta, luego me fui a clase.
Fue la
primera resección transuretral de próstata (rtup), que vi. No hubiera creído
que seis años después sería urólogo y que aquella cirugía sería de mis procedimientos
favoritos.